Recibido: 20 de octubre de 2021; Aceptado: 15 de marzo de 2022
Cuerpo, género y sexualidad: el giro pedagógico que resiste en la escuela*
BODY, GENDER, AND SEXUALITY: THE PEDAGOGICAL TURN THAT RESISTS AT SCHOOL
CORPO, GÊNERO E SEXUALIDADE: A TRANSFORMAÇÃO PEDAGÓGICA QUE RESISTE NA ESCOLA
Resumen
El presente artículo hace un análisis de los dispositivos que desde la colonia hasta la modernidad han modelado los cuerpos y la concepción de género en el sujeto escolar en Colombia. Por medio de una arqueología de los discursos de la moralidad, la civilidad, la urbanidad y la higiene, se muestra cómo se ha construido un dispositivo pedagógico y biopolítico para adecuar y mantener los roles y estereotipos de género y una sexualidad basada en la heterosexualidad obligatoria, lo cual termina generando exclusión y discriminación a aquellas expresiones no normativas presentes en la sociedad y la escuela. Se concluye que, en los últimos años, han emergido prácticas pedagógicas que resisten a los poderes y discursos hegemónicos, a través del abordaje en el aula y en el contexto escolar de la concepción de corporeidad, la perspectiva de género implementada en el currículo y en los proyectos transversales, así como de didácticas que motivan la sororidad, las nuevas masculinidades, la educación integral de la sexualidad con enfoque de derechos y la equidad entre los géneros, lo cual se está constituyendo en un giro pedagógico en la manera de abordar el género, el cuerpo y la sexualidad en la escuela.
Palabras clave:
cuerpo, corporeidad, género, diversidad, giro pedagógico, giro corporal, sexualidad..Abstract
This article analyzes the mechanisms that, from the colony until modernity, have modeled both the body and the conception of gender in school population in Colombia. Through an archeology of moral, civil, urban and hygiene discourses, it shows how a pedagogical and biopolitical device has been built to adapt and maintain gender roles, stereotypes, and sexuality, based on compulsory heterosexuality. This ends up generating exclusion and discrimination against non-normative expressions in society and school. We conclude by mentioning how, in the last few years, pedagogical practices have emerged to resist hegemonic powers and discourses by introducing the classroom and the school environment to a concept of corporeality, by applying gender perspective in the curriculum, by implementing transversal projects, but also by motivating sorority dynamics, new masculinities and comprehensive sexual education focused on rights and gender equity. This is representing a pedagogical turn in the way we address gender, body, and sexuality at school.
Keywords:
body, corporeality, gender, diversity, pedagogical turn, corporeal turn, sexuality..Resumo
Este artigo analisa os dispositivos que, da colônia à modernidade, modelaram os corpos e a concepção de gênero na disciplina escolar na Colômbia. Através de uma arqueologia dos discursos da moralidade, civilidade, urbanidade e higiene; mostra como foi construído um dispositivo pedagógico e biopolítico para adaptar e manter papéis e estereótipos de gênero e uma sexualidade pautada na heterossexualidade compulsória, que acaba gerando exclusão e discriminação contra aquelas expressões não normativas presentes na sociedade e na escola. Conclui-se que nos últimos anos surgiram práticas pedagógicas que resistem aos poderes e discursos hegemônicos, por meio da abordagem em sala de aula e no contexto escolar da concepção de corporeidade, a perspectiva de gênero implementado no currículo e nos projetos transversais, bem como didáticas que motivam a sororidade, novas masculinidades, educação integral da sexualidade com abordagem de direitos e equidade de gênero, que vem se estabelecendo em uma modificação pedagógica na forma de abordar gênero , o corpo e a sexualidade na escola.
Palavras-chave:
corpo, corporeidade, gênero, diversidade, giro pedagógico, giro do corpo, sexualidade..Introducción
Históricamente, el cuerpo y la sexualidad del sujeto escolar en Colombia han estado determinados por tres marcas sociohistóricas: el cuerpo moral, el cuerpo dócil civilizado y el cuerpo de la urbanidad, la higiene y la pedagogización. Sobre estos se han fundamentado tanto las prácticas educativas como las de crianza que han sometido a los niños, niñas, adolescentes y jóvenes a dispositivos de disciplinamiento y control que niegan su corporeidad y que reproducen en la sociabilidad escolar situaciones de exclusión y negación de derechos.
Por ello, a continuación, se presenta el recorrido histórico que, desde una perspectiva genealógica y arqueológica, indaga sobre los discursos morales, religiosos, civilizatorios, médicos y pedagógicos que han construido las visiones del cuerpo y la sexualidad, así como, de los dispositivos que originaron y reforzaron los roles y estereotipos de género y la heterosexualidad obligatoria como parámetro idealizado de comportamiento y categoría excluyente de otras expresiones contranormativas que permearon la sociedad y, por ende, el de la sociabilidad escolar.
Finalmente, se muestra cómo desde el programa Maestros y Maestras que Inspiran del IDEP, en la línea de Género y Diversidad, se evidencia un giro pedagógico y un giro corporal, es decir, la implementación de prácticas pedagógicas emergentes que se presentan como contrapeso a los poderes y discursos hegemónicos sobre el cuerpo, la sexualidad y los roles de género que tradicionalmente han recaído sobre el sujeto escolar. Estos maestros y maestras son un claro ejemplo de esta tendencia hacia la innovación pedagógica, ya que desde su quehacer han desarrollado aproximaciones desde la corporeidad, el enfoque diferencial y de género en la práctica pedagógica, la integración curricular y transversalización, las nuevas masculinidades, la educación integral de la sexualidad con enfoque de derechos, el placer, el empoderamiento y la sororidad.
El cuerpo moral
La llegada de los españoles al territorio americano no solo significó hacerse al control de las riquezas y los recursos del nuevo mundo, sino que, además, dio paso a todo un proceso de imposición de determinados códigos morales que fueron reconfigurando los cuerpos colonizados. En primer lugar, la cristiandad católica se autoproclamó el faro de la civilidad, razón por la cual se justificó el uso de la violencia para domesticar todo aquello que desde la mirada europea tenía la connotación de bárbaro, impío, pagano y hereje.
La invasión construyó al indígena como un «otro» subalterno, cuyo cuerpo bien podía emplearse como fuerza de trabajo para la extracción de oro, perlas y piedras preciosas; o como botín sexual al servicio del hombre blanco español, quien captura el cuerpo femenino como recompensa por su conquista del territorio y la «pacificación» de los salvajes.
Si bien los primeros españoles que sobrevinieron al desembarco de Colón provenían del estado llano y no poseían títulos nobiliarios en Europa; en el Nuevo Mundo se posicionaron en la cima de la nueva escala social y se impusieron como referentes de una masculinidad blanca y caballeresca, la cual se cubre de nobleza gracias a la evangelización y a las gestas militares en nombre de los dos máximos poderes patriarcales de occidente: Dios y el Rey.
Por esta razón, alrededor del cuerpo del indígena se va creando una alteridad que lo relaciona con la barbarie, la bestialidad y la idolatría, pero sobre todo con el pecado, pues desde la perspectiva española las prácticas sexuales de los nativos estaban llenas de adulterio, fornicación y sodomía. Precisamente, este último pecado considerado inmencionable o nefando, se constituyó en una causa principal, no solo para justificar la inferioridad moral del indígena, sino para desplegar todo un ejercicio de subordinación a partir de la violencia y la evangelización.
Francisco López de Gómara, por ejemplo, sostuvo que en la medida en que los indios se negaban a abandonar su estado de inhumanidad, crueldad, sodomía e idolatría, era lícito que se les hicieran la guerra y que, en ese contexto, «los pudiesen matar, cautivar y robar». Por su parte, Sarmiento de Gamboa también planteó la licitud de la guerra, a fin de castigar y punir los pecados contra natura. Para el cronista toledano esta causa era suficiente para someter por la fuerza a los indígenas americanos. (Molina, 2010, p. 6)
Así entonces, el hombre indígena, al ser construido como sodomita, reforzó aún más su condición de masculinidad sometida como algo equiparable a lo femenino, en contraposición a la masculinidad bélica que se impuso desde la figura del conquistador español. Tal como lo señala Molina (2011), este proceso exaltó la creencia de que la valentía, la bravura, el coraje y la destreza militar eran cualidades propias del varón español. Atributos que son en la actualidad parte fundamental de la construcción hegemónica de masculinidad, donde la hombría sigue siendo sinónimo de violencia.
Además de esto, narrarse desde el lado opuesto al sodomita implicó enaltecer la masculinidad que se centraba en la posesión sexual. Por ello, en la denominada conquista del territorio estaba implícita la apropiación violenta del cuerpo femenino como botín de guerra y como bien de intercambio político-sexual, pues si bien en España la bigamia y el adulterio estaban claramente condenados como pecado, en el Nuevo Mundo poseer tierras y varias mujeres para el servicio doméstico y sexual fue un símbolo de poder y estatus al menos para militares y conquistadores.
Con todo lo anterior, se fue modelando un tipo corporal que se gestó con base en la diferenciación racial, la sexualidad «natural» (heterosexualidad obligatoria), el poder patriarcal y el uso de la violencia. Con lo cual, se consolidó la posición de inferioridad de la mujer y de otras masculinidades, frente al lugar de privilegio que se impuso con el hombre blanco.
No obstante, tanto para la Corona española como para la autoridad eclesiástica, la lejanía del territorio conquistado les generaba dos preocupaciones: en primer lugar, se dieron cuenta de que el repentino poder adquirido por militares y conquistadores estaba mermando su lealtad hacia el Estado; y, en segundo lugar, la naturaleza hostil, salvaje y lujuriosa del territorio americano había contagiado de «vicios» a los europeos, quienes cegados por sus pasiones estaban perdiendo aceleradamente sus nociones de civilidad. Por ello, surge la necesidad, no solo de ejercer mayor control político sobre el continente, sino de reforzar el control simbólico sobre los cuerpos.
De esta manera, entre mediados del siglo XVI hasta principios del XVIII, en lo que Borja (2011) denomina el período Barroco Colonial, se desplegaron una serie de dispositivos que buscaban la moralización del cuerpo, primero como mecanismo para generar una homogeneidad ideológica y una identidad común; y segundo, como dispositivo de regulación de los comportamientos individuales y sexuales a favor de los principios y valores emanados de la religión católica.
Esta etapa se caracterizó por introducir en la sociedad Neogranadina nuevos parámetros de conducta y disposiciones corporales, que buscaban la construcción de sujetos dóciles y ascéticos, cuyos cuerpos fueran el reflejo de su espiritualización o santidad interior. Para ello, la Iglesia católica tomó las representaciones pictóricas y los relatos biográficos de las vidas ejemplares de los santos como modelos de comportamiento que se debían seguir para llevar una auténtica existencia piadosa (Borja, 2011). Así, las evocaciones al cuerpo martirizado y penitente del santo, sus luchas contra la tentación y el demonio, y su muerte ejemplar, tenían la intención de modelar el cuerpo en función de su purificación.
De este modo, la experiencia sensible del cuerpo, es decir, el uso de los sentidos y de los placeres se consideró una fuente potencial de pecado que era necesario aplacar, especialmente en las mujeres, quienes debido al pecado original eran proclives no solo a caer en las tentaciones, sino también a provocarlas en otros, precisamente por su supuesta naturaleza débil y al mismo tiempo peligrosa.
De ahí, que se dedicaran buena parte de los esfuerzos a modelar el cuerpo y el comportamiento femenino, tomando como ejemplo las tres figuras icónicas de la feminidad cristiana: Eva, María Magdalena y la Virgen María. Con la primera, se refuerza el lugar subordinado de la mujer como la culpable de la expulsión del paraíso, la causante de la ira de dios y la posterior condena de la humanidad a una existencia llena de sufrimiento y dolor. Con la segunda, se recuerda a la mujer pecadora y adúltera, quien después de mostrar su arrepentimiento es perdonada por Jesús para finalmente postrarse a su servicio; y con la tercera, se le enseña a la mujer su misión primordial en la sociedad como esposa y madre, cuyas cualidades deben ser la abnegación, el sacrificio y la devoción al poder patriarcal.
Desde luego, la evocación permanente a la Virgen María, así como a otras santas y beatas, también tenía como propósito robustecer la idea de pureza y virginidad como ideales morales y sociales de comportamiento. Esto, sumado a la remembranza constante hacia la Sagrada Familia, hicieron que la sexualidad de las mujeres se limitara estrictamente a su función reproductiva. De esta forma, virginidad, familia nuclear e institución matrimonial fueron los dispositivos de regulación del cuerpo y la sexualidad femenina.
Como se ha señalado, la Iglesia aceptaba la sexualidad solo con fines reproductivos. Un muy detallado catálogo de reglas normaba la materia. Por ejemplo, se consideraba que la posición del misionero era la más natural y acorde con la posición dominante del marido. Pecado gravísimo era que la mujer montara sobre el varón, pues invertía todas las razones y los valores. Las caricias, la masturbación mutua, el coito interrumpido y el sexo oral y anal se calificaban de pecados graves. (Rodríguez, 2011, p. 127)
No obstante, estas normas sociales y sexuales aplicaban casi que exclusivamente a las mujeres de las clases dominantes, pues los hombres tenían cierta libertad y condescendencia para liberar sus pasiones con mulatas, negras y mestizas. De hecho, el asalto sexual en ríos y terrenos baldíos sucedía con cierta frecuencia hacia mujeres que por distintas razones no eran propiedad de ningún varón, es decir, que no tenían padre o marido.
Desde entonces, el cuerpo ha sido el depositario de por lo menos tres discursos o narrativas. La primera, la heterosexualidad obligatoria, la segunda, el lugar subordinado de la mujer al poder patriarcal, y la tercera, el control del cuerpo y la sexualidad como parámetro de comportamiento y orden social.
El cuerpo dócil civilizado
El ascenso de la casa de los Borbón al trono español desde inicios del siglo XVIII significó un proceso de modernización del Estado inspirado en las ideas de la Ilustración, es decir, se desplegaron una serie de prácticas de gobierno para organizar la ciencia, la economía, la política, el territorio y la sociedad, teniendo como fundamento el uso de la razón y la confianza en la ciencia. El despotismo ilustrado buscaba conciliar el poder absoluto de las monarquías con un ímpetu reformador encaminado a superar la superstición y la ignorancia.
Este proceso implicó una nueva mirada sobre el cuerpo, ya no como un espacio exclusivamente dedicado a la sacralidad o la virtud espiritual, sino como parte de una estructura económica y productiva cuya importancia radica en su funcionalidad orgánica. Esto tenía el objetivo de ejercer un control sobre la vida de la población a partir de la implementación de medidas de carácter demográfico, sanitario y médico, que permitiera ampliar su utilidad para el Estado. Algo que Foucault (2011) denominó biopolítica, con la cual se buscaba garantizar la gubernamentabilidad del poder soberano.
Así entonces, en el contexto del Nuevo Reino de Granada del siglo XVIII, las reformas borbónicas intentaron asegurar la construcción de individuos saludables y útiles, pero sobre todo obedientes y dóciles. Para ello, se adoptó la idea de civilización como proyecto para transformar las costumbres, gestos y usos del cuerpo que impedían abrazar el progreso en términos modernos, es decir, en el ideal borbónico, aspectos como la desnudez, las deyecciones fisiológicas a la vista de todos, el ocio, la holgazanería y la embriaguez resultaban comportamientos contrarios al orden social y a la moral pública.
Este conjunto de normas pretendía regular la vida cotidiana, las relaciones sociales y establecer claramente la frontera entre lo público y lo privado. Precisamente, Norbert Elías (1989) sostiene que el proyecto de Modernidad significó un proceso de individualización de la esfera íntima y una autorregulación de aquellos comportamientos considerados toscos, salvajes, impúdicos e inmorales, tomando como modelo los códigos de conducta cortesanos y aristocráticos europeos.
Así, mientras que en los inicios del período Barroco Colonial el control moral del cuerpo se fundamentaba en su espiritualización, es decir, el cuerpo como el reflejo del alma; en el proceso civilizatorio de las reformas borbónicas, el cuerpo es concebido como la vida misma en tanto bíos, y su disciplinamiento y moralización está en función del beneficio que este representa para el Estado y el poder soberano.
Por ello, una de las prácticas que se desplegaron para llevar a cabo el gobierno de la vida, era vincular el cuerpo a una estructura «viva» más grande como la ciudad. Allí, desde la perspectiva del despotismo ilustrado, el espacio urbano, además de ser la cabeza comercial, política y militar, era también el escenario para controlar a sus habitantes y las relaciones sociales que sucedían entre ellos.
Se aspiraba a que el espacio urbano, a menudo vinculado con la presencia de la civilización, fuera también un instrumento civilizador. En la ciudad se pretendía disciplinar a la sociedad, modificar las acciones cotidianas de la población mediante la inducción de ciertas reglas y modelos de comportamiento específicos y diferentes. Es claro aquí no solo que la ciudad es una de las metáforas más importantes del cuerpo, sino también que las instituciones y las condiciones de la vida urbana debían modelar y componer el cuerpo de sus habitantes. (Alzate, 2011, p. 256)
De este modo, surgen las prácticas de policía como el mecanismo regulador para vigilar los hábitos corporales, la apariencia, el vestido, la decencia, y en general, modificar la conducta de los cuerpos bárbaros. En ese sentido, la policía era la encargada de velar por el orden y la disciplina pública, de identificar a las poblaciones y personas potencialmente peligrosas como mendigos, vagos, huérfanos, indios por fuera de sus cabildos y negros fugados o libertos; y de hacer cumplir a cabalidad las normas tanto estéticas como morales. Aquí se hará especial énfasis en la regulación de los usos y costumbres de la sexualidad como la lujuria y la promiscuidad, considerados escándalos públicos que contribuyen a la ruina moral del prójimo, razón por la cual se requería de la intervención oportuna de la autoridad civil de la ciudad.
De ahí que, una de las ofensivas más importantes que se desplegaron a favor de este ideal moral y civilizatorio la constituye la persecución a las chicherías; lugares que tendían a fomentar el desorden, la vagancia y las relaciones de concubinato, pero, sobre todo, porque estos espacios representaban una amenaza a tres pilares fundamentales del ordenamiento social pretendido desde las reformas borbónicas: el trabajo productivo, el papel cristiano de la mujer en la sociedad y la institución del matrimonio.
En primer lugar, como lo señala Torres (2012), estos establecimientos fueron en su mayoría administrados por mujeres que no estaban unidas o no se encontraban bajo el control de ningún hombre, y quienes hallaban sustento e independencia económica con la venta clandestina de la popular bebida, algo que significaba una transgresión al lugar pasivo que estaban destinadas a ocupar, y por lo cual, fueron objeto de señalamiento y persecución. En segundo lugar, las chicherías eran espacios propicios para el encuentro sexual ocasional o mediado por el dinero, y para establecer uniones o arreglos de concubinato.
Las mujeres indígenas pobres y solteras, en muchas ocasiones, además, madres, acudían entonces a las chicherías que se multiplican en el S.XVIII, lugares de sociabilidad campesina y marginal, en donde se bebía, se jugaba y se seducía. Su clientela estaba integrada por indios, mestizos, negros libres y mulatos además de españoles pobres y soldados. Era en ese medio en el que las indias buscaban su supervivencia a través de algún concubino que se encargara de su manutención. (Sixirei, 2013, p. 32)
Por esta razón, las prácticas de policía se encaminaron a perseguir estos delitos contra la moral, no solo porque era un secreto a voces que los hombres de las clases altas y funcionarios reales frecuentaban estos lugares, sino, principalmente, porque contradecían el principio del matrimonio y la familia como instituciones de regulación social y núcleo económico. No obstante, las mujeres siempre llevaron la peor parte, pues los castigos y penas siempre fueron más duros y humillantes para ellas en comparación con sus cómplices varones.
Así, por ejemplo, si el delito era cometido por un hombre productivo y casado, las autoridades le ordenaban regresar al seno de su matrimonio para asegurar su regeneración. Mientras que las mujeres eran recluidas en la llamada cárcel del divorcio, una institución penitenciaria destinada al confinamiento de aquellas mujeres que incurrieran en el delito de concubinato, adulterio o prostitución, o que simplemente representaran una amenaza a la moral y el orden social (Avendaño, 2018).
En términos generales, el proceso de modernización y civilizatorio emprendido desde las reformas borbónicas amplió los discursos sobre el cuerpo, con los cuales se buscó su individualización, higienización y disciplinamiento. Esto se sumó a los roles de género reforzados desde los cánones católicos basados en la familia, la relación jerárquica y desigual entre hombres y mujeres, el matrimonio y la sexualidad reproductiva, lo cuales se mantuvieron vigentes y continuarían guiando tanto los comportamientos individuales como sexuales. Algo que en el período republicano entraría con mayor fuerza a través de la educación intramural, donde el niño entra a ser parte fundamental de este anhelo civilizatorio, razón por la cual resulta necesario ejercer dispositivos para el control del cuerpo y donde la sexualidad infantil se convierte en un objeto de regulación médica, pedagógica y moral.
El cuerpo de la urbanidad, la pedagogización y la higiene
Desde los inicios de la República, la élite criolla, que tomó el lugar de privilegio que dejaron los españoles, debió enfrentar dos grandes obstáculos. En primer lugar, el fuerte arraigo que todavía persistía en buena parte de la población hacia las instituciones coloniales tanto políticas como culturales, algo que se percibía como una amenaza al débil orden estatal que apenas comenzaba. En segundo lugar, la necesidad de construir una ciudadanía sujeta al imperio de la ley, pero, sobre todo, que diera cuenta de una masa civilizada a la imagen de las sociedades burguesas y republicanas de corte europeo.
Lo primero que se empezó a reforzar como característica esencial del imaginario nacional era el pasado común proveniente de la herencia hispánica y católica. De igual modo, a pesar de que todas las castas sociales, campesinas, negras e indígenas fueron determinantes en la conformación de los ejércitos que pelearon las guerras de independencia, la élite política e ilustrada mantuvo los discursos de diferenciación basados en la raza, el clima y la geografía. Por ello, se concebía como una desventaja aquellos cuerpos y grupos raciales que habitaban el clima cálido, las selvas y campos, pues se les seguía atribuyendo características como la barbarie, la pereza y la inmoralidad, aspectos que obstaculizaban el camino al progreso de la naciente república y que era urgente modificar.
Ante este panorama fue imperativo desplegar técnicas de control para hacer que el cuerpo se convirtiera en el depositario de la nueva identidad nacional, y desarrollar formas de disciplinamiento que dieran paso a la reproducción de valores, sentimientos, gestos y maneras de actuar conforme a un ideario homogéneo de moralidad y civilización que facilitara la superación de las desventajas raciales y geográficas. Para ello, la familia nuclear patriarcal y la escuela se convirtieron en las dos principales instituciones de educación corporal que permitieron modelar el cuerpo y la sexualidad del niño, como un actor emergente y fundamental en el proyecto de Modernidad emprendido en Colombia.
Al igual que ocurría en Europa, el núcleo familiar tomó especial relevancia como espacio de reproducción de la sociedad, en el que se afianza la primera forma de gobierno encarnada en la figura del padre, es decir, mujeres, niños y servidumbre son los súbditos bajo la patria potestad y la autoridad masculina. Esto determinó unas funciones específicas para cada miembro, por ejemplo, al varón se le designa velar por la seguridad física y material de su familia, la economía y los negocios, el ejercicio de sus libertades y la gestión de sus intereses en lo público.
A la mujer, por su parte, se le ubicó en una relación de sumisión y subordinación frente al hombre, se le confinó al ámbito privado del hogar, y con ello, se le encargó el rol de la maternidad, la defensa de la moral y la educación de los hijos. Así, la madre-esposa se convierte en un instrumento del gobierno de lo doméstico útil al sistema patriarcal, encargada de reproducir en el seno del hogar los hábitos civilizados, para lo cual, a lo largo del siglo XIX, y principios del XX, proliferaron los discursos de la puericultura y la urbanidad, encaminados a dotarlas de un saber propio que debía emplearse como prácticas de crianza y educación (Pedraza, 2011c). Con la primera, se buscaba la creación de infantes saludables y útiles; mientras que con la segunda se pretendía la formación de cuerpos morales que se alinearan a los principios católicos como fuente de identidad común y que mostraran su docilidad a la autoridad adulta.
De esta manera, el niño fue caracterizado y educado como un sujeto subalterno, heterónomo y sin capacidad de razón, al cual era necesario educarle en el seno familiar con miras a la construcción de un «hombre» útil a la sociedad: «Educad al niño y no tendréis que castigar al hombre», fue una de las premisas que guiaron las prácticas de crianza, pues la infancia, a pesar de que desde el mismo Rousseau (2000) se concibió como una etapa particular de la vida humana con sus propias características; en Latinoamérica, esta se entendió principalmente como un momento para inculcar valores y conductas cristianas y como una etapa de preparación para la adultez y el trabajo.
En ese sentido, una de las principales funciones moralizadoras y civilizatorias que se debían ejercer, tanto en la familia como en la escuela, consistía en delimitar claramente el uso corporal y el papel social que debían desempeñar niños y niñas. Para ello, el discurso de la urbanidad como dispositivo de control de la intimidad y del cuerpo proyectado en sociedad fue fundamental para delimitar la división sexual del trabajo y el reforzamiento de los roles de género. Así lo muestra el célebre manual de urbanidad del venezolano Manuel Antonio Carreño que, aunque estaba dirigido a ambos sexos, su énfasis en el comportamiento femenino era evidente:
La mujer debe educarse en los principios del gobierno doméstico, y ensayarse en sus prácticas desde la más tierna edad. Así, luego que una señorita ha entrado en el uso de su razón, lejos de servir a su madre de embarazo en el arreglo de la casa y la dirección de la familia, la auxiliará eficazmente en el desempeño de tan importantes deberes. (Carreño, 1885, p. 121)
Como lo señala la historiadora Zandra Pedraza (2011a), tanto el manual de Carreño como el de Tulio Ospina y el de Soledad Acosta de Samper son muestra de cómo la urbanidad se convirtió en una extendida herramienta de educación corporal que impulsó las virtudes morales cristianas, la lengua castellana y la herencia hispánica como fundamentos de una identidad nacional y latinoamericana, pero sobre todo, ubicó a la mujer como la piedra angular de todo el andamiaje moral de la sociedad, al encargarle las responsabilidades de la formación de los futuros ciudadanos al interior de la familia, ayudar a construir desde la infancia una homogeneidad corporal e inculcar el estricto ordenamiento social basado en el binarismo masculino-femenino.
Por ello, la crianza y la educación corporal de la mujer siempre estuvo dirigida a una moralización basada en su virtud sexual, es decir, a la demostración reiterada del decoro, la modestia, la postura recatada y sumisa que no revelara algún tipo de deseo o disfrute de los placeres del cuerpo, y con esto, entrenarse desde pequeña para asumir el gobierno de lo doméstico y desarrollar las cualidades morales suficientes para ser madre y esposa. Por esta razón, desde los discursos de la urbanidad amalgamados siempre con valores católicos, se le conminó a asumir un sinnúmero de pautas estéticas y de conducta, como aparecer bien vestida y ataviada para expresar en todo momento belleza y delicadeza como característica esencial de lo femenino, pero, además, no reír en un tono elevado, no compartir los espacios de juego y ocio de los varones, no hacer contacto visual prolongado con ellos, abstenerse de recibir visitas en la puerta o ventana a la vista de todos, o salir a la calle sin la compañía de un hombre de la familia, entre otros.
Así entonces, el acoplamiento a estos principios y normas se convirtieron en indicadores para clasificar la feminidad, donde la «buena mujer» es aquella cuya apariencia, belleza y comportamiento la hacen digna de ser elegida por un hombre y ser tomada como esposa, haciendo del matrimonio uno de los parámetros de diferenciación más notorio entre las mujeres. Por ello, las que no se casan o no cuentan con la compañía permanente de un varón llevan sobre ellas un manto de duda y automáticamente se sospecha de sus cualidades físicas, pero sobre todo de las morales. Algo que en la actualidad permanece vigente y sigue siendo incluso fuente de frustración para muchas mujeres.
No obstante, el control moral y disciplinar sobre el cuerpo del hombre tampoco se queda atrás, pues el sistema patriarcal le exige determinados comportamientos que refuercen su lugar en el mundo como sujeto masculino, de ahí que se le eduque para desplegar la fuerza y la valentía, bien sea para emplearla en el trabajo y cumplir con la misión de proveedor, o como herramienta para defender el territorio o la propiedad en la cual se incluye desde luego el cuerpo de las mujeres. Sin embargo, la mayor exigencia radica en su capacidad de engendrar hijos —preferiblemente varones— que le permitan ampliar sus privilegios por línea patriarcal, y conformar una familia de la cual él será el jefe. Por ello, desarrollar la virilidad y gusto sexual por el sexo opuesto (lo que hoy conocemos como heterosexualidad obligatoria) ha sido un imperativo para el comportamiento masculino.
Además de lo anterior, la lógica binaria masculino-femenino hace que la educación corporal del hombre se dirija a adquirir cualidades y conductas opuestas a las de las mujeres, así por ejemplo, afeitarse completamente la cara, o caminar con pasos demasiado cortos o en puntillas, eran considerados gestos y costumbres afeminadas traídas de países como Inglaterra y Francia, las cuales contradecían la apariencia caballeresca y señoril de corte hispánico que debían mostrar los varones latinoamericanos (Pedraza, 2011b).
Este ímpetu civilizatorio a través de la urbanidad y la religión se empleó como tecnología de gobierno que se extendió hacia todas las capas sociales, tomando como herramienta la educación o el sistema de instrucción pública. Así, la escuela como espacio topológico y simbólico fue fundamental en la reproducción de estas conductas, valores y roles de género, sobre todo, porque toma para sí el cuerpo infantil y lo confina para modelarlo y disciplinarlo. De esta manera se crea el horario escolar, con el cual se organiza el cuerpo en función del tiempo y el espacio. Se realizan las clasificaciones por edad y género, se crea una amplia taxonomía para distinguir lo normal de lo anormal con base en las cualidades morales; y se emplea el castigo físico como mecanismo expedito para la regulación y disciplinamiento del sujeto escolar.
Lo anterior, significó concebir al infante como carente de cualquier derecho, incapaz de guiar su propio destino y cuyo cuerpo quedaría sometido a la propiedad del adulto, en particular del maestro, a quien se le delegó hacer las veces de padre en la escuela y se le concedieron potestades para vigilar la conducta y castigar el cuerpo de diferentes maneras e intensidades, a pesar de que variados discursos provenientes de la psicología, la propia medicina y la nueva pedagogía, alertaron del perjuicio que causaban los fuertes castigos (Herrera, 2013). El maltrato físico fue una práctica que se mantuvo enquistada y legitimada socialmente como forma de crianza y educación, en el que el cuerpo infantil fue severamente marcado, generación tras generación, y sometido a los peores vejámenes y humillaciones. Solamente hasta finales del siglo XX, con la Convención de los Derechos del Niño, y para el caso de Colombia con la Constitución de 1991, se reconoce en la niñez un estatus jurídico y ciudadano que le protege en derechos y dignidad, algo que incluso en la actualidad sigue siendo insuficiente para abolir el sentido de propiedad sobre los niños y niñas, y detener la violencia física, psicológica y sexual.
De igual modo, a los discursos morales, religiosos y civilizatorios que se encarnaron en la figura de la urbanidad como tecnología de gobierno en la educación, se sumó el discurso sociobiológico de la higiene, el cual tuvo como intención integrar el saber científico de la medicina a los procesos de moralización y disciplinamiento del cuerpo infantil al interior de la escuela. Tal como lo señala Noguera (2002), la higiene se constituyó en la ciencia que más influyó el campo de saber pedagógico en Colombia a comienzos de siglo XX, pues su visión de la infancia, contraria a la que aportaba Rousseau, consideraba que el niño nacía inmoral, sucio, perezoso e incivilizado producto de las costumbres y hábitos heredados de sus padres y de los condicionamientos que le imponía la raza, para lo cual se consideró necesario adecuar el sistema educativo para «corregir» esta realidad en aras de la civilización y el progreso del país.
Para ello, la higiene escolar se implementó a partir de tres ramas: la higiene física, la higiene intelectual y la higiene moral. Con las dos primeras se abarcaron aspectos como la nutrición, la postura corporal, el ejercicio para favorecer la respiración y la circulación, así como, la distribución del horario escolar para optimizar el trabajo intelectual y evitar el agotamiento. No obstante, la higiene moral se consideró la más importante y la que requería mayor dedicación por parte del maestro, pues esta se enfocaba en una estricta vigilancia al cuerpo infantil para detectar comportamientos «diabólicos» o vicios como la masturbación que bien podrían «contagiarse» en otros.
Tal como lo señala Thomas Laqueur (1994) con el desarrollo de la medicina moderna, la masturbación deja de ser un problema exclusivamente religioso en tanto pecado, y se convierte en un problema médico y de salud al que son propensos tanto los niños como las niñas en edad escolar. De ahí, que se recree todo un andamiaje discursivo, científico y moral para detectar el «vicio solitario» y erradicarlo. Así, por ejemplo, en los manuales de higiene y pedagogía que se difundieron en Colombia y América Latina se detallaban algunas señales físicas que supuestamente daban cuenta de este comportamiento, como la palidez, la delgadez, o los ojos hundidos, razón por la cual se instaba al maestro y al adulto en general a mantener especial atención:
Se observa la frecuente soledad buscada por el niño, cuando diabólicamente padece de masturbación u onanismo: el paciente de este vicio solitario se hace mañosamente a prosélitos razón por la cual deber ser arrojado, sin contemplaciones ni misericordia, de la escuela, para evitar el contagio del nefando vicio. (Lanao, citado en Noguera, 2002, p. 202)
No obstante, esta vigilancia sobre el cuerpo de la infancia debía ejercerse de manera soterrada, sin llamar demasiado la atención ni tampoco despertar la curiosidad del niño y mucho menos de la niña. Por ello, toda alusión a la sexualidad o la reproducción siempre debía hacerse de manera indirecta, preventiva y anteponiendo siempre un tono moral e higienista que recordara la prudente distancia que se debía tomar frente a estos temas. Así, por ejemplo, se recomendaba separar los niños de las niñas desde los siete años, pues se temía que la mezcla de los géneros alentara tempranamente las tendencias sexuales. De igual modo, para el caso de las niñas, llegado el momento en el inicio de la edad adulta, se permitía compartir cierta información que reforzara su función social como mujer, explicando los misterios de la maternidad y el matrimonio, pero, sobre todo, advirtiendo las graves consecuencias que traía para su pureza, decoro y reputación familiar el dejarse llevar por sus pasiones, apetitos e inclinaciones (Pedraza, 2011b).
En general, a lo largo del siglo XX la infancia colombiana sería la depositaria de un conjunto de discursos morales y expertos yuxtapuestos, que modelaron las prácticas de crianza, la educación, y el estatus subalterno de la infancia, primero, con una marcada influencia de los principios y valores emanados de la Iglesia católica como institución garante de la cohesión social, y como la fuente principal de subjetivación y moralización del cuerpo y la sexualidad. Segundo, aprovechando el terreno abonado de la religión, se asentaron las posturas médicas, psicológicas y pedagógicas que medicalizaron la sexualidad el niño y la niña, acallaron su voz, y le convirtieron en un sujeto pasivo frente a su formación y en un ente enajenado de su propio cuerpo.
En cuanto a la educación sexual, la escuela fue un espacio que reprodujo mitos y discursos seudocientíficos, que no solo reforzaron las ya tradicionales miradas morales, sino que convirtieron al ejercicio de la sexualidad en una fuente de peligro, pues en las esporádicas alusiones al tema, siempre se antepuso un exagerado énfasis en las enfermedades venéreas, con el objetivo de infundir miedo y desestimular la sexualidad llevada a destiempo y por fuera de la legitimidad de la unión matrimonial. De igual modo, la escuela se mantuvo como el escenario por excelencia para el reforzamiento de roles y estereotipos de género, primero, al designar disciplinas, campos del conocimiento y habilidades diferenciadas para hombres y mujeres; y segundo, al determinar la manera en que el cuerpo masculino y femenino debían ocupar el espacio escolar y proyectar su apariencia, de ahí que la función pedagógica y disciplinar de la escuela se haya ido principalmente en vigilar el uniforme, el peinado, el alto de la falta, el maquillaje, el uso del piercing, el tatuaje, y cualquier otra expresión estética o corporal que controvierta la homogeneidad moral y el orden social de los géneros.
Lo anterior, ha hecho que persista la creencia de que el buen docente, más allá de su experticia en el conocimiento, es aquel que mantiene disciplinado su curso o grupo; y el buen estudiante, es aquel que permanece dócil («juicioso», «quieto») y que no controvierte la autoridad y la moral emanada de la familia, la escuela, la sociedad y el trabajo como instituciones adultocéntricas del disciplinamiento.
Giro pedagógico, giro corporal, género y diversidad
Desde los años 70 del siglo XX emergieron a lo largo de América Latina un conjunto de perspectivas filosóficas y pedagógicas que empezaron a cuestionar el carácter disciplinar y autoritario de la escuela, los modelos basados en el otorgamiento de premios y castigos, las relaciones de poder jerárquicas que negaron al estudiante como sujeto político, y la imposición adultocéntrica de la figura del maestro como fuente única de verdad y conocimiento; con lo cual, se menospreció la creatividad y el saber subalterno de los niños y niñas. Dichas tendencias se enmarcaron en las denominadas pedagogías críticas que tuvieron entre sus principales exponentes la pedagogía de la liberación y del oprimido de Paulo Freire, y para el caso de Colombia la perspectiva crítica de Estanislao Zuleta, Marco Raúl Mejía y todo el Movimiento Pedagógico que dieron paso a varias transformaciones educativas en la década del 90.
Lo anterior, es considerado como un giro pedagógico, precisamente por su carácter radical y contra hegemónico frente al orden tradicional de la educación, y porque abrió un nuevo campo de análisis para pensar de manera diferente la sociedad, la praxis educativa y el sujeto escolar. Como lo señala Cabaluz-Ducasse (2016), emergieron nuevas epistemes socioeducativas para abordar problemáticas como la alteridad, la exclusión, la violencia, la etnicidad, el territorio, la tensión norte-sur o centro periferia, la crítica a la racionalidad moderna occidental, la educación popular, entre otras.
No obstante, dichas miradas no alcanzaron a ocuparse, o dejaron apenas enunciados, fenómenos cruciales como la reproducción del patriarcalismo en la escuela, el control y vigilancia sobre los cuerpos y sus estéticas, las violencias basadas en género, la homofobia o el hostigamiento por orientación sexual e identidad de género; y en general, el reconocimiento de los cuerpos abyectos y contra normativos. Aún en la actualidad estas problemáticas siguen estando muy presentes en las relaciones de sociabilidad escolar, en las prácticas pedagógicas y el currículo oculto. No en vano en Colombia la escuela y la familia siguen siendo los espacios donde más se vulneran derechos fundamentales como al libre desarrollo de la personalidad, la igualdad, la dignidad y la no discriminación, especialmente hacia estudiantes cuyos cuerpos y sexualidades se salen de los parámetros hegemónicos. Prueba de ello, es la abundante jurisprudencia constitucional que en los últimos treinta años se ha ocupado de proteger derechos y dirimir conflictos entre los menores y sus instituciones educativas.
Teniendo en cuenta lo anterior, en la actualidad se aboga por dar cabida en la escuela al giro corporal, entendiendo al cuerpo más allá de su función biológica, física y material o como instrumento del disciplinamiento envuelto en las dicotomías modernas cuerpo-mente o razón-emoción. De lo que se trata es de concebirlo como corporeidad, es decir, en una dimensión mucho más amplia que involucra las emociones, la existencia y la subjetividad corpórea, en el que se rescata la praxis corporal y la configuración de procesos de subjetivación (Castro, 2018). De este modo, el estudiante ya no es exclusivamente una entidad pasiva cognoscente, sino una corporeidad que no solo ocupa el espacio escolar, sino que existe en él.
Desde la perspectiva de Merleau-Ponty (1993) y Csordas (1999), esta experiencia corporal situada es entendida como incorporación o embodiment; es decir, una aproximación epistemológica en la que el cuerpo no es exclusivamente un objeto de estudio, sino un campo de producción social y cultural.
Llevar esto a la educación, significa concebir el aula y el espacio escolar como una realidad encarnada, donde todas las corporeidades que allí interactúan enseñan y aprenden unas de otras. De ahí, la importancia de superar las miradas homogeneizantes sobre el cuerpo y permitir en la escuela la expresión de la subjetividad a través de la experiencia corporea.
Esta tarea es bastante difícil de llevar a cabo debido a las enormes barreras culturales que se han instalado en el sistema educativo durante casi dos siglos, y que no permiten ver al cuerpo más allá de la matriz moral-religiosa, civilizatoria, disciplinar y adultocéntrica que históricamente ha moldeado al sujeto escolar en Colombia. Así, en el marco de Maestros y Maestras que Inspiran, un programa de mentoría y trabajo colaborativo entre pares docentes del Instituto para la Investigación Educativa y el Desarrollo Pedagógico (IDEP), en la línea de Género y Diversidad, se puede evidenciar un giro pedagógico y corporal, es decir, la emergencia de nuevas prácticas en el aula que se presentan como contrapeso a los poderes y discursos hegemónicos sobre el cuerpo, la sexualidad y los roles de género.
En dicho programa tuve la oportunidad de desempeñarme como mentor y orientar desde un acompañamiento situado a 20 maestros y maestras de Bogotá entre el 2020 y el 2021, cuyas prácticas se han desarrollado en torno a estos temas. Esto gracias a la experiencia desarrollada en el Colegio Gerardo Paredes IED, en el cual lideré la implementación de la Integración curricular de la ciudadanía sexual, el enfoque diferencial y de géneros (Bermúdez, 2018). El objetivo fue establecer un diálogo entre pares y propiciar el intercambio de experiencias que permitieran el fortalecimiento de sus respectivas prácticas pedagógicas1.
Uno de los primeros retos que tuvimos que enfrentar fue la atomización y el trabajo prácticamente solitario que los maestros y maestras estaban desarrollando, pues el atreverse a tocar temas como el cuerpo, el género y la sexualidad, en todos los casos produjo rechazo y señalamiento por parte de otros colegas docentes y padres de familia, razón por la cual fue necesario entablar un diálogo para conocer lo que cada quien hacía en su contexto educativo, hallar coincidencias e inspirar sentimientos de empatía, solidaridad y trabajo colaborativo que nos permitiera constituirnos en una comunidad emergente de saber y práctica.
Así entonces, entre los puntos en común de las experiencias se halló que la investigación en el aula y la recolección de evidencia empírica en el propio contexto escolar se constituyó en una herramienta fundamental para negociar significados en los escenarios de deliberación de los colegios (consejos académicos, asambleas, foros educativos, jornadas pedagógicas, etc.), pues los maestros y maestras pudieron evidenciar las problemáticas de su contexto desde un enfoque investigativo y pedagógico, más allá de especulaciones, intuiciones e imaginarios, lo cual permitió la circulación de nuevos discursos y significados, por ejemplo, sobre la diversidad sexual, el abordaje de la sexualidad en la infancia o las nuevas masculinidades.
En segundo lugar, se evidenció que en todos los proyectos existía la intención de colonizar los espacios formales, institucionales y curriculares, para convertir estos temas y campos del conocimiento en innovaciones pedagógicas. Por ejemplo, se desarrolló una propuesta didáctica y curricular para la enseñanza de las ciencias sociales con perspectiva de género, en el que se invita a los y las estudiantes a cuestionarse por sus construcciones de masculinidad y feminidad a partir de una mirada histórica en Colombia. De igual modo, se investigó sobre la diversidad sexual y de género para hacer reformas al manual de convivencia, se indagó sobre las expresiones machistas y homofóbicas para proponer estrategias de convivencia que mejoren la inclusión de la población sexualmente diversa, se crearon centros de interés como la emisora escolar para abordar temáticas con perspectiva de género y proyectos transversales de educación sexual, para acercar a los estudiantes al ejercicio de sus derechos sexuales y reproductivos.
En tercer lugar, se ubicó el cuerpo, la sexualidad y la emocionalidad de los y las estudiantes en el centro del proceso de enseñanza-aprendizaje a través de didácticas, metodologías horizontales y dialógicas en el aula. Por ejemplo, se emplearon los relatos autobiográficos para indagar con niñas de séptimo grado sobre las emociones que usualmente utiliza el patriarcado para oprimir a las mujeres como el miedo, la angustia y la tristeza melancólica. Se empleó la metodología Reflexión, Acción, Participación (RAP) para comprender cómo los niños y niñas de la primaria construyen el ejercicio de la ciudadanía mediante el empoderamiento de su cuerpo y sexualidad.
En términos generales, estos maestros y maestras son un claro ejemplo de esta tendencia hacia la innovación y la transformación pedagógica, en el que se han empezado abordar temáticas como la corporeidad (cuerpo vivido, emocional y consciente), por ejemplo, desde perspectivas artísticas y estéticas, el enfoque diferencial y de género en la práctica pedagógica, no solo en la enseñanza de las asignaturas, sino también en la vida cotidiana de la escuela, inspirando actitudes solidarias y sororas entre las mujeres. La integración curricular y la transversalización, con la cual se busca incluir contenidos y perspectivas críticas que cuestionen el papel de los géneros y las asimetrías entre ellos. Las nuevas masculinidades, desde las cuales se pretende reflexionar sobre las violencias basadas en género que sufren niños, adolescentes y hombres, y que les niegan la posibilidad de devenir en masculinidades alternas y contrahegemónicas. Finalmente, la educación integral de la sexualidad con enfoque de derechos, que busca quitarle el estigma al placer y al disfrute de la sexualidad, y que se basa en el empoderamiento de los sujetos escolares, inculcando desde edades tempranas que el cuerpo es un espacio político para el ejercicio ciudadano y para la prevención de violencias sexuales y de género.
Pese a esto, dichas innovaciones pedagógicas, al abordar aspectos sensibles y polémicos para la sociedad, presentan fuertes resistencias en sus contextos educativos y sociales, y algunas aún están aisladas o dispersas, lo cual explica que, a pesar de los avances sociales y políticos en el ámbito internacional en materia de género y Derechos Humanos, Sexuales y Reproductivos; en varios países de Latinoamérica su implementación es aún incipiente. Por esta razón, resulta fundamental conectar en red aquellas experiencias exitosas que se sitúan en las fronteras epistemológicas y pedagógicas, pues es a través de las comunidades de saber y práctica que las transformaciones en la escuela y la incidencia en la política pública se hace más efectiva, ya que proviene de la experiencia de los propios contextos educativos. Por ello, el programa Maestros y Maestras que Inspiran, desde la línea de género y diversidad, fue una magnífica oportunidad para crear reflexiones colectivas, sinergias pedagógicas, y, sobre todo, ser un punto de apoyo para fortalecer, sistematizar y centralizar el giro pedagógico que, en el campo del cuerpo, el género, la diversidad y la sexualidad está aconteciendo en los colegios públicos de la ciudad de Bogotá.